Irrespeto, es lo que siento
Por Ricardo R. González
Me parece que la persuasión, el llamado de advertencia y la asimilación del buen consejo ante el agresivo panorama experimentado por la COVID-19 bailan en cuerda floja con el mayor irrespeto existente.
No es una situación actual, se arrastra desde hace tiempo con una persuasión de riesgo que — a mi modo de ver— transita por sendas perdidas y pocos se acuerdan de ella. Irrespeto a los semejantes, a un personal de Salud que se desgasta por hacer lo posible e imposible a fin de devolver la existencia. Irrespeto a todos los que, de una forma u otra, colaboran para tratar de cambiar un contexto epidemiológico agudo. Irrespeto a los científicos, a la gente de pueblo. En fin, Irrespeto a la propia vida.
Y pregunto: ¿Qué hemos hecho?, ¿somos culpables por nuestras negligencias o verdaderamente inocentes?¿tenemos el derecho de «construir» indisciplinas y comportamientos injustificados, de considerar erróneamente de que «yo soy más malo que ese bicho», sin pensar en la sorpresa que pudiera depararnos.
Usted bien sabe que pasa un día y otro con estadísticas sin equilibrio y en una etapa en que niños y adolescentes viven escenarios verdaderamente alarmantes.
En contraste pienso en el esfuerzo extraordinario de quienes han desarrollado nuestros propios candidatos vacunales en tan corto tiempo, mas debe quedar claro que sus dosis no serán el fin de todo en medio de un largo camino, ese que reclama mantener el uso correcto de un nasobuco que tiene su marcada utilidad preventiva, sin descartar el cumplimiento del resto de las medidas orientadas.
Nadie dice, por ejemplo, que no se hagan colas en Cuba porque resulta tan ilusorio como viajar a la luna en un segundo, pero tenemos esa responsabilidad ciudadana de hacerla como manda el momento y desmontarnos de esa explosión movida al compás de un cachumbambé con altas y bajas en una Villa Clara que de aparente estabilidad en jornadas pasadas ya exhibe contagios de SARS-CoV-2 sin precedentes.
Ahora piense si usted forma parte de esa familia que envía a los niños para la calle con tal de descansar el mediodía o dormir la siesta
¿Y quién se ocupa de ellos? Ahí están los juegos callejeros, la exposición a los peligros de la vía ante el más emocionante partido de fútbol, a la posibilidad de escuchar el chirrido de vehículos sobre el pavimento para despertar en pleno sobresalto.
Hay de todo en la viña del señor porque también continúan las reuniones bajo supuesto cumplimiento de las normas que no son tan así.
Se ha anunciado, una y otra vez, la funcionabilidad y rectitud de los puntos en fronteras y no todos resultan eficientes, se habla de autorizaciones para entradas y salidas de la provincia y siempre aparece el pillo que las viola, sin apartarnos de centros de aislamiento donde flaquea la disciplina que debe regir.
Y agrego a todas estas realidades —y muchas más que usted conoce y serían interminables— la adopción de medidas sin que vivamos el momento propicio para aplicarlas, al menos desde mi punto de vista.
Hace algún tiempo hablé de Mildrey, quizás mi amiga más pequeña, quien con solo ocho años, me partía el corazón y rompía la calma cada vez que la veía y con su carita impaciente me preguntaba si había visto a su abuelo por la calle al que esperaba con ansias para que le leyera el libro de cuentos.
Cómo decirle que no lo espere porque la COVID- 19 fue la responsable de que ya no esté como en tantos otros hogares en que falta un componente.
Cada vez que salgamos de casa por motivos justificados pensemos en los que hacen demasiado desde sus puestos laborales, en los titanes de salas intensivas y hospitales seleccionados para atender casos afectados por el coronavirus, en el colectivo del Laboratorio de Biología Molecular indispensables en la determinación de los PCR, en esos familiares que derraman lágrimas visibles o a escondidas en el silencio de la noche, recordemos a Mildrey —conózcala o no— la niña que aguarda por su abuelo para leer el libro de cuentos y nunca olvide que somos los principales actores, los protagonistas racionales a fin de desterrar la indolencia dentro de una plataforma que nos llama a vivir.
Preservar el capital humano deviene la principal divisa en un escenario económico que no muestra momentos felices; sin embargo, en este archipiélago no se escatiman costos —y bastantes— porque lo que vale, por encima de todo, es el bienestar humano.
La paciencia se agota ante tantas negligencias, y también los tiempos de persuasión, consideraciones y manos blandas tienen su límite. Creo que han sido bastantes y habrá que apretar, máxime cuando está en juego algo tan preciado como la vida.
En cuidar y cuidarnos prevalece la máxima. Sobre los que habitamos el Planeta recaen las diferentes maneras de actuar en bien, de darnos entre todos un hálito de felicidad en medio de tanta tormenta, sin olvidar jamás las tantas deudas irrecuperables que tenemos con los que ya no están.
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