Cuando la infancia sorprende
Por Ricardo R. González
Fotos: Carolina Vilches Monzón
Su mamá ha visto crecer el arsenal de inventivas caracterizadas por su amplia diversidad creativa.
— I —
Una avioneta gira su hélice en señal de despegue. En otro extremo, la estrella girante de un parque de diversiones invita a tomar altura apoyada en el balanceo de sus asientos, mientras una moto aguarda por sus tripulantes para ser guiada dentro de un mundo imaginativo, pero con hechos reales surgidos al calor de un infanto-juvenil, de 18 años, que da rienda suelta a su ingenio.
Así se torna el mundo de Carlos Johan Betancourt Mejías desde que enfermó. Nunca antes había experimentado esos deseos de innovar iniciados a partir del avión para luego proseguir con la estrella, un carrusel, el feroz cocodrilo, otras aeronaves más pequeñas, el tren, un motor, hasta llegar a obras que superan la veintena.
— II —
Confiesa que ninguna le ha resultado difícil, y el tiempo de realización depende de las complejidades que se proponga, a partir de un supuesto plano trazado en un cuaderno, aunque con otras procede de manera directa.
«Eso sí, ninguna ha sobrepasado la semana. Todo lo elaboro con materiales desechables. Tapitas de frascos de medicamentos, recursos que no ponen en riesgo la salud, o con materiales que me regalan, y los voy modelando solo con el uso de una tijera y una especie de punzón».
A veces trabaja con moldes de plastilina porque el universo de creatividad aparece cuando menos se piensa.
No le hace falta la luz de los astros, ni la guía de un manual para configurar su propio universo que vuela y llega a muchos niños, pues una parte de su colección la ha donado a quienes también acumulan sueños y piensan en conquistar el porvenir.
— III —
¿Quién es realmente Carlos Johan? Un muchacho residente en Nuevo Artesano, allá por la vía del Caney de las Mercedes, en la provincia de Granma.
Cuenta su mamá Aris Nubia Mejías Díaz que estudiaba en una Escuela de Oficio hasta que decidió trasladarse al espirituano plan Banao para, junto a familiares, emprender las faenas agrícolas.
«Se acercaba ya el fin de año, y decidimos viajar a Sancti Spíritus a fin de darle una vueltecita. Era la primera vez que nos reencontrábamos después de su partida, pero los ánimos estaban caídos, no se sentía bien y fuimos en busca del médico».
Comenzaron los chequeos hasta que las valoraciones de los expertos y los resultados de los exámenes determinaron que su sangre estaba enferma.
El arribo a la Sala de Oncohematología, del hospital pediátrico universitario José Luis Miranda, de Villa Clara, ocurrió el último día de 2013.
Desde entonces, en uno de sus cubículos inició esta historia peculiar que transita entre sueros y medicamentos, entre una atención esmerada matizada por afectos especiales que lo hacen evolucionar con buenos pronósticos.
«Teníamos referencias de este Hospital, y por eso viajamos hasta acá. ¿Qué puedo decir? Que lo he tenido todo, nos sentimos como en una gran familia, y la llevamos en el corazón», subraya la progenitora.
Mientras tanto, Carlos Johan prosigue con sus imaginaciones, fantásticas pero reales, a pesar de que a veces las musas se acogen a un merecido descanso.
Aun así piensa que la próxima inventiva será un molino de viento cuando ya se acerca el Día Mundial del Medio Ambiente, en tanto el mundo aboga cada vez más por las fuentes renovables de energía.
De futuro también habla. No desearía pilotear ese avión que dio inicio a su espectro creativo porque respeta a las alturas, mas el tallado en madera le abre una incógnita constante en medio de predilecciones e inquietudes.
Llega un día y otro, a pesar de que en ocasiones parezca que las noches demoren en asomar la luna o llenar el cielo de estrellas, pero al dar los buenos días encuentra las bondades de un personal que hace por su vida y mantiene encendido el candil de la esperanza. Esa que vuela alto y se impone en medio de una infancia sorprendente.
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