Rosa Fornés, en el edén de los vivos
Por Ricardo R. González
Foto exclusiva de Pedro Colina
Sabía que su salud se deterioraba progresivamente, mas abrazado a esa esperanza que propiciara un milagro traté de minimizar el desenlace hasta que un mensaje de mi amigo Pedro Colina me estremeció apenas llegado el amanecer del miércoles 10 de junio.
«Ya está con Dios», escribió Colina, y aun así me debatía entre la certeza y lo irreal. Entre el escape de la triste realidad y el de albergar una ya irreversible ilusión.
No había para más, los debilitados pulmones le impidieron a Rosa Fornés ganar la última batalla de su vida a los 97 años. Entonces recordaba sus abrazos en La Habana, los múltiples encuentros en Santa Clara, ciudad a la que veneraba, y cada una de sus actuaciones en cualquier género, en cualquier plaza, en cualquier lugar de nuestro mundo.
No voy a detenerme en méritos artísticos porque quién no los conoce, pero sí referirme a los tantos detalles de una mujer alejada de «plumas y lentejuelas», como algunos mal infundados la apodaban, que conocía muy bien el universo por el que andaba.
Cualidades humanas le sobraron, y no todas conocidas. Tendió la mano al que pudo, compañeros del arte o un simple ciudadano como aquel señor que viajó junto a ella en una ocasión y estaba muy nervioso entre trámites aduanales y otros pormenores.
Esa Rosita, la misma de «plumas y lentejuelas» al percatarse de la situación se le acercó y le dijo: «no se preocupe que yo lo voy a ayudar».
Es (en presente) la que defendió a muchos de sus colegas y los incluía en cada espectáculo cuando estos no transitaban por buenas rachas, sin pensar que estos nombres pudieran «opacar» el brillo de una estrella.
La misma que nunca negó el crédito a una canción de Meme Solís o que al término de una presentación jamás negara un intercambio con la prensa, al margen del cansancio, y la que recurría a los centros destinados a los enfermos para llevarles mucho de amor y optimismo.
Nunca le preocupó contagiarse, como tampoco enfrentar las más duras contiendas con algunos funcionarios que trataron casi hasta de excluirla del mundo artístico o que censuraron esa fe cristiana que nunca ocultó.
Esa es otra de las virtudes que señalo de ella, una perseverancia a toda costa, a prueba de fuego porque sabía que algún día llegaría el final de todas las irreverencias.
Mientras tanto, su público fiel, el que la ovacionaba en cada salida, el que llenaba plazas y teatros, el que sabía que, si bien nació en Nueva York, se sentía tan cubana como la mariposa erigida como flor nacional ni la olvidó y la tendrá siempre en el olimpo de los grandes..
Vale en Rosa la potestad de que fueran otros los que reconocieran su talento porque ya poseía el mayor de los premios: el cariño de sus admiradores que nadie le podía arrebatar.
Rosa descansará en tierra cubana junto a parte de su querida familia por decisión personal. Desde allí, y como dijera Amaury en una canción dedicada a ella tendrá todo el «derecho a girar junto a las nubes».
Vuela alto gaviota. Por eso Rosa, desde allí, sigue regalándole a tu público «Sin un reproche», cautívalo con «La inmensidad», desgárrate en «Now», y preséntate siempre con ese «Comediante» que describe gran parte de tu dossier artístico porque estarás en el edén, pero de esos que nunca parten, en el de los vivos.
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