El Escambray también llora
Una foto de Fidel, la bandera cubana y flores de tributo permanecen en el portal de la vivienda de Onofre Ruiz García, un manicaragüense ya jubilado que mantuvo su condición de mejor trabajador en el sector de las construcciones durante 27 años; de ellos, 15 con el distintivo de Vanguardia Nacional.
Por Ricardo R. González
Onofre Ruiz García es de esos buenos cubanos que por estos días tiene heridas en el alma. Quizás prefiera el silencio, pero hace una excepción a fin de expresar sentimientos.
Desde que conoció la noticia de que Fidel emprendería el viaje hacia la eternidad colocó en la ventana de su hogar manicaragüense una bandera cubana, la foto de su líder y flores como símbolo de respeto eterno. Allí permanecen las 24 horas. Desde allí recuerda aquellos instantes en que compartió con su Comandante cuando era chofer de Nicolás Chao Piedra, entonces primer secretario del Partido en la antigua provincia de Las Villas.
En medio de pausas y lágrimas vienen los recuerdos a la mente: La Yaya, Los Pinos, Hanabanilla y Felicidad como puntos del terruño que le traen vivencias inolvidables, y nunca olvida aquel instante en Felicidad cuando puso comprobar la sensibilidad humana de Fidel como uno de sus rasgos distintivos.
A Onofre le parece como si fuera hoy. Ve al líder con su acostumbrado paso raudo al compartir con los integrantes de una brigada de constructores.
«Fidel se percata que entre ellos había un muchacho afectado con el labio leporino y lo llamó de inmediato. Acto seguido consultó con el médico si ese problema pudiera encontrar alguna solución. La respuesta del galeno fue afirmativa, y sin pensarlo dos veces el Comandante le dijo al muchacho que se preparara para tratarse en La Habana. Yo tuve yo el privilegio de ser el chofer que lo llevó».
El Escambray resultaba para el estadista cubano un sitio muy especial. A través del tiempo declaró que le traía muchos recuerdos, y cada vez que las posibilidades se lo permitían incluía una estancia con la gente del lomerío.
«En una ocasión Chao atendía a 30 estudiantes chilenos en Los Pinos interesados en conocer el desarrollo de la región. De pronto llegó una comunicación, y él me dijo: Cabo, que era mi apodo, Cienfuegos espera y de inmediato… (La voz de este hombre se ahoga, brotan lágrimas, y prosigue luego de algunos minutos)… Era otra de las visitas de Fidel».
Onofre tenía la dualidad de atender a las personalidades de primer nivel y debía tener la comida lista. La casa destinada al líder poseía dos escaleras, y mientras Cabo subía por una le sorprende Fidel por la otra. Fue un impacto porque no lo esperaba tan rápido.
«Al Comandante le presentan el grupo de muchachos chilenos y en verdad les ofreció una clase magistral. Les explicó cada detalle de la zona y sus perspectivas por aquellos años… Se interesó por muchos detalles y al final comentó que si lo invitaban iba con ellos a La Yaya.
Ya entrada la noche llegaron al lugar. Fidel pidió un taburete que aun Onofre no sabe de dónde salió, y lo utilizó como tribuna improvisada. Desde allí explicó el desarrollo de la ganadería en Mataguá, y las probabilidades de crecimiento de La Yaya, una zona caracterizada por las malezas y que se convirtió en una comunidad con 240 viviendas… Era el último punto de ese recorrido porque el líder partía hacia Trinidad.
POR FIDEL, TODO
En medio de la tristeza Ruiz García rememora anécdotas. Hurga en la memoria y evoca aquella curiosidad del Comandante de saber si en las lomas había camarones como detalle para incluirlo en su desayuno.
«Eso fue en Hanabanilla. Chao dijo que sí, y se hicieron los contactos con Fomento y Báez. A mi me dieron la orden de ir a pescar, y no olvidaré que era invierno con un frío considerable. Busqué a un amigo para que me acompañara, y él me ripostó: estás loco, con este tiempo no se puede salir de pesquería… Le pedí que saliera, y solo le comuniqué que los camarones eran para Fidel.
«No mediaron más palabras. Simplemente respondió: por ese hombre, todo. Él vivía a unas cinco cuadras del río y preparamos las condiciones. Cuando sentí que me pesaba la carga procedimos a contarlos, y ya habían 27 ejemplares. Eran casi las 2:00 de la mañana… Yo tenía que esperar las otras pescas, y pasada esa hora llegaron los compañeros de Báez, con una sola captura, y más tarde los de Fomento con 28, uno más que nosotros».
Onofre Ruiz no deja de pensar en su líder. Sabe de la disciplina que inspiraba, de los cuidados de la Seguridad Personal a fin de preservar su vida, del estricto esquema de alimentación en períodos de dieta, de hasta donde se podía llegar y cuando no…
«Esto era inviolable. En cierta oportunidad en Los Pinos me pidió que le preparara un daiquirí, y con gusto lo hice, pero una vez listo el médico me lo quitó de las manos. Estuvo un rato, y luego me dijo ya puedes dárselo».
El hogar de la calle Nicolás Fleites número 39 encierra por estos días mucho dolor. Todavía su principal inquilino evoca aquella llamada que recibió a las 3:00 de la madrugada comunicándole la fatídica noticia.
«Pensé que eran una de las tantas bolas y que era imposible en un hombre que había escapado a más de 600 atentados. Nunca pensé en este momento, pero al ver la repetición de la alocución de Raúl ya no había dudas… (Llora una vez más y pide una pequeña pausa)… Me derrumbé… Yo quisiera haberme muerto primero yo y no el Comandante».
Desde entonces, este hombre de 75 años y ya jubilado no ha salido más de la casa. Solo a firmar el Juramento que reafirma el concepto de Revolución, y como especie de consuelo subraya: «Él no ha muerto porque va a seguir haciendo cosas buenas gracias a las semillas que dejó en el camino».
Con esa seguridad dibuja el futuro de Cuba ante el ejemplo de un hombre extraordinario, un estadista universal e irrepetible. «Fidel es Fidel, Fidel es Cuba, y estoy consciente de ello».
Aún así Onofre Ruiz imagina verlo algún día descender de su jeep con el paso raudo y seguro, mientras tanto declina la hipótesis de que los hombres no lloran porque sí lo hacen cuando se parte el corazón por el «infarto» de las emociones.
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