Las grandes novelas que las editoriales rechazaron
«Pueden impedirte ser un autor publicado, pero nadie puede impedirte ser un escritor». Lo dijo Katherine Neville, una ingeniera y exmodelo de Missouri que recurrió al aforismo después de pasar varios años enviando a editoriales y agentes literarios su manuscrito, un raro thriller entre histórico y esotérico con sesenta y cuatro personajes y una trama que emulaba la táctica del ajedrez.
Tras haber esquivado los portazos de todos, probó suerte en 1987 en Ballantine Books, y alguien allí pensó que la novela podría salir al mercado. El ocho eclosionó automáticamente en bestseller en doce lenguas, requirió decenas de ediciones y vendió millones de ejemplares.
Y no ha sido la única vez que ha ocurrido. Desde el Ulises de James Joyce hasta el Harry Potter de J.K. Rowling ―pasando por obras tan reconocibles como Cien años de soledad, El señor de los anillos o La conjura de los necios― son muchos los ejemplos en libros clásicos, superventas editoriales y hasta obras maestras que estuvieron a punto de no ver la luz. La censura y la ceguera editorial, en muchos casos, se confabularon en su contra. En otros, fueron sus propios autores quienes no quisieron publicar.
La odisea del Ulises
Uno de los casos más extremos es quizás el del Ulises del irlandés James Joyce ―calificado con frecuencia como el mejor libro del siglo XX―, cuya azarosa publicación tuvo que sortear rechazos tan dispares como el de Virginia y Leonard Woolf, que la consideraron falta de calidad e impublicable, o el de la terrible Sociedad para la Prevención del Vicio de Estados Unidos, que la juzgó corrupta. Incluso cientos de ejemplares de The Little Review, la revista donde Joyce empezó a publicar el Ulises por entregas, fueron denunciados, confiscados y quemados en 1921. Las autoridades antivicio no quisieron, sencillamente, que el Ulises pisara suelo estadounidense.
Por suerte, algunos capítulos de la obra ―que en 1920 seguía inconclusa― caen en manos de Sylvia Beach, propietaria en París de la legendaria librería Shakespeare & Co.
Fue ella quien publicó, en 1922, la primera edición del Ulises. Pese a que Beach recurrió en su distribución a argucias de contrabandismo, como forrar los ejemplares con cubiertas de poemarios de Shakespeare, una cuarta parte de la segunda edición ―500 ejemplares― fueron localizados en las oficinas de correos de la aduana estadounidense y quemados inmediatamente. De la tercera edición, que fue enviada íntegramente al Reino Unido, solo sobrevivió un ejemplar.
Habrá que esperar hasta 1932 para que el libro sea publicado oficialmente en Estados Unidos ―aunque circulaba, desde 1929, una versión pirata― y a 1936 en Reino Unido. La primera edición en castellano fue en Buenos Aires en 1946. Al contrario de lo que reza la leyenda popular, el Ulises nunca estuvo prohibido en Irlanda.
La piedra filosofal
Hasta doce editores creyeron, cuando cayó en sus manos, que el primer manuscrito de Harry Potter y la piedra filosofal no les ofrecía oportunidad de negocio. Después de haber sido rechazado por todos ellos, el agente de J.K. Rowling lo envió a Bloomsbury Publishings ―por aquel entonces una pequeña editorial londinense― y su editor jefe, Nigel Newton, no se molestó siquiera en pasar de la primera página. Fue su hija Alice, una niña de ocho años, quien cogió el original despreocupadamente y lo subió a su habitación. «Bajó corriendo un poco más tarde y me dijo que era lo mejor que había leído», confesó Newton años después en una entrevista en The Independent.
Aun así, Newton no tenía demasiada fe en el joven aprendiz de mago, así que se limitó a extenderle a su autora un cheque de 2500 libras ―un mero trámite― y a publicar una escasísima primera edición de 500 ejemplares. Hoy, gracias a Potter, la editorial tiene unos ingresos anuales medios de 100 millones de dólares y sedes en Londres, Nueva York y Sydney. La marca Harry Potter, mientras tanto, se ha valorado en más de 15 billones de dólares y Rowling es hoy la escritora más adinerada del mundo.
Cuestión de moda
Las modas literarias, sin duda uno de los fenómenos que mantiene vivas y con salud a las grandes editoriales, también son uno de sus mayores problemas. Con frecuencia, muchas de las grandes casas de edición se muestran tan obcecadas por subirse al carro del boom vigente, que rechazan por sistema cualquier otra historia. Y por supuesto, alguna de esas historias será la que desate el siguiente boom.
Es lo que le ocurrió a la estadounidense Amanda Hocking, autora del superventas El viaje, cuyos originales sobre romances paranormales no llegaron a cruzar siquiera el umbral de editorial alguna. «Llevaba intentando conseguir agente literario desde los 17 años», explica. «No quería seguir haciendo lo mismo una y otra vez, así que me decidí por la autoedición, para ver cómo funcionaba, ya que no tenía nada que perder».
Hocking editó sus novelas en soporte digital y las publicó a través de Amazon en 2010. En 2012 lleva recaudados más de dos millones de dólares ―la cifra más alta jamás conseguida por un autor a través de internet―, las editoriales ofrecen sumas millonarias por los derechos de su obra y St. Martin Press ha pagado otros dos millones por ficharla en exclusiva.
Superventas, pero póstumas
El tesón, en todo caso, está muy bien como axioma del triunfalismo, pero en la vida real no siempre resulta. Algunos autores de talento no solo no tuvieron la suerte de ser descubiertos jóvenes, sino que de hecho vieron llegar el día de su muerte sin haber publicado un libro, pese a haber llamado a todas las puertas.
Antes de quitarse la vida, John Kennedy Toole recibió la negativa de todas las editoriales a las que envió el manuscrito de La conjura de los necios, una de las cuales llegó a aducir que el libro no trataba de nada en concreto. Años después de su muerte, la madre de Toole encontró el original olvidado en el trastero de su hijo ―fechado en 1962― y se empeñó en su publicación. Tras cosechar de nuevo el rechazo de las editoriales, se lo remitió al escritor Walker Percy, que aceptó leerla solo después de mucha insistencia. En 1980, La conjura de los necios fue publicada y se convertía en un inmediato éxito de ventas. El siguiente año recibió el premio Pulitzer.
El gatopardo, de Lampedusa, o la reciente y célebre trilogía Millenium, de Stieg Larsson, son otros ejemplos de obras póstumas que serían rechazadas por las editoriales. El de Larsson sería un caso particularmente dramático, ya que llegó a fichar por una editorial ―gracias a las influencias de un amigo, un prominente editor sueco―, pero no a ver su obra publicada. Murió a los cincuenta años, solo tres días después de entregar el manuscrito del tercer volumen ―La reina en el palacio de las corrientes de aire― y pocos días antes del lanzamiento editorial del primero ―La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina.
Cien años de soledad... y de dificultades
Pablo Neruda la llamó «el Quijote de nuestro tiempo» y hasta Mario Vargas Llosa, que con el tiempo se convertiría en el más acérrimo adversario ideológico de Gabriel García Márquez, consagró a Cien años de soledad un ensayo de más de 600 páginas y dijo de ella que es «una de las obras narrativas más importantes en nuestra lengua». Pocos saben, no obstante, que para escribirla, García Márquez y su mujer, Mercedes Barcha, tuvieron que empeñar las joyas de ella, y que además, el primer borrador acabó parcialmente arruinado después de que se le cayese de las manos a su mecanógrafa en pleno aguacero.
A veces no hay malos en esta historia, sino mala fortuna. El propio Gabo ha explicado el rosario de vicisitudes que estuvo a punto de dar al traste con Cien años de soledad antes de que viera la luz:
A principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de México para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina a doble espacio [...]. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: son 82 pesos. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: solo tenemos 53.
Así que hicieron entonces lo único que podían, aunque tampoco en el remedio les acompañó la suerte: «Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires [...]. Solo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera, sino la última parte».
Por suerte, el director literario de Editorial Sudamericana, Paco Porrúa, quedó fascinado por la prosa de García Márquez y le envió el dinero para que le remitiera la primera parte. A los 15 días de publicada, la primera edición de la novela estaba agotada. A cuarenta años de su publicación, ha vendido 30 millones de copias y ha sido traducida a más de cuarenta lenguas.
Catastróficas desdichas
Y por supuesto, no siempre son las editoriales, los agentes literarios o el simple infortunio quienes conspiran contra una obra. En algunas ―y sonadas― ocasiones, han sido los propios autores quienes no quisieron publicar su libro, por considerarlo controvertido, menor o simplemente aburrido.
Es lo que le ocurrió a El tercer policía, la obra maestra que Brian O’Nolan escribió en 1940 y difundió entre sus amigos con el pseudónimo de Flann O’Brien. Después de no encontrar editor, O’Nolan cambió de opinión y pensó que El tercer policía era una mala novela. Retiró de circulación todos los ejemplares salvo uno, que le sobrevivió. En 1967, un año después de su muerte, el «incunable» llegó a manos de McGibbon & Kee, que lo publicó de inmediato. Personalidades como Jorge Luis Borges, Anthony Burgess o Harold Bloom acabarían elogiando a O’Brien y poniéndolo entre los mejores autores del siglo XX.
La experiencia es similar a la de J.R.R. Tolkien, seguramente uno de los escritores más inseguros de la moderna literatura. Escribió su primer libro, El hobbit, en 1932 y solo para sus hijos, pero algunos ejemplares de su pequeña tirada doméstica circularon de mano en mano hasta llegar en 1936 a Susan Dagnall, una empleada editorial que se lo entregaría al presidente de la compañía, Stanley Unwin.
Unwin convenció a Tolkien de publicar El hobbit ―que él consideraba demasiado infantil― y le animó a que produjera una secuela, que sería El señor de los anillos. Tolkien tardó diez años en escribirla y estuvo a punto de abortar su publicación en varias ocasiones. Y cuando por fin quiso publicar una obra motu propio, el inglés presentó a las editoriales el Quenta Silmarillion, que estas rechazarían por su densidad, lo que acabó de arruinar la propia ―y poca― confianza que Tolkien tenía en su obra.
Solo después de su muerte, su hijo Christopher Tolkien publicaría las restantes obras del considerado gran maestro de la fantasía, entre las que están el propio Silmarillion, Roverandom y los Cuentos inconclusos.
Un compatriota suyo, E.M. Forster, escribió Maurice para guardar seguidamente el manuscrito en un cajón durante casi sesenta años. De ella dijo, en una nota en el original, que era «publicable, pero ¿merece la pena?». Una pregunta retórica que se entiende al contrastar la historia contada en Maurice ―la de un triángulo amoroso entre hombres, que además son de distinta extracción social― con la temprana fecha de 1913, en que fue escrita. Forster no quiso que su familia y amigos dedujeran de ella su propia homosexualidad en vida, por lo que la novela se publicó en 1971, después de morir, y se convirtió de la noche a la mañana en el gran clásico de la literatura de temática gay.
(Con información de CubaSi-Rubén Díaz Caviedes/El Confidencial)
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