Carlos Enríquez omnipresente por más de cinco décadas
Ni Dios sabe qué nueva extravagancia o travesura pasaba por la mente de Carlos Enríquez, cuando el dos de mayo de 1957 quedó dormido para siempre en su butaca, y dejó inconcluso su último óleo sobre el caballete, en la segunda planta del Hurón Azul.
Ícono de las artes plásticas del siglo XX en Cuba, Carlos Enríquez Gómez nació en la antigua provincia de Las Villas el caluroso tres de agosto de 1900, con suerte de llegar al mundo respaldado por una familia de amplios recursos económicos.
Graduado de bachiller a los 19 años, viajó a Filadelfia, Estados Unidos, para hacerse ingeniero. Pero su vocación artística le condujo a la Escuela de Bellas Artes de Pennsylvania, de donde finalmente fue expulsado por indisciplinas, irrespeto y rechazo a las autoridades docentes.
Marcado en todos planos por musas rebeldes y atrevidísimas, Carlos Enríquez presentó en 1930 una muestra pictórica en La Habana, la cual despertó elogios de críticos y público. En busca de experiencias se dirigió entonces a Europa.
Al regreso, en 1934, nutrido con lo mejor de la vanguardia mundial, enriquecido por su personalísimo estilo ajeno a convencionalismos y pletórico de erotismo, trató de exponer sus pinturas en la Asociación de Reporteros de La Habana, proyecto que no se concretó, porque las obras fueron tildadas de "inmorales e impropias".
Se establece definitivamente en la entrada del poblado de Párraga, en La Habana, donde costea la edificación de la finca Hurón Azul, diseñada al estilo de las antiguas estaciones de trenes de Pennsylvania, con elementos de la arquitectura colonial cubana, rodeada de un fresco y verde entorno de árboles y palmas.
Su febril e incansable pincel comenzó a regalar joyas como: Manuel García, el rey de los campos de Cuba, galardonado en el Salón Nacional de 1935; El rapto de las mulatas, también premiado en 1938, así como Campesinos felices, La ahogada, Dos Ríos, Isabelita, Mujer de mármol e Hijas de Las Antillas, entre otras tantas obras maestras del modernismo cubano.
La sensibilidad artística le lleva asimismo a la literatura y escribe su primera novela: Tilín García, y a continuación, La vuelta de Chencho y la Feria de Guaicanamar, a la par que dicta conferencias y hasta se estrena en la escenografía.
Su residencia Hurón Azul, dotada con extravagante chimenea tropical, fue sitio para tertulias artísticas y etílicas de luminarias como: Félix Pita Rodríguez, Alejo Carpentier, Marcelo Pogolotti, Nicolás Guillén, René Portocarrero, Agustín Guerra y Fidelio Ponce de León.
A los 57 años de su edad, dejó caer el pincel Carlos Enríquez. Mujeriego empedernido, acusado de rebelde, irreverente, provocador, extravagante, travieso y de algunos excesos. Pero su legado y obras inmortales y cubanísimas continúan siendo ejemplo para jóvenes generaciones de artistas.
(Con información de Pausides Cabrera Balbi. CubaSí)
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